Acabo de leer la crónica de cómo el más reciente brote del virus del Ébola se ha extendido ya a varios países de África del Oeste. Una de las historias que aparecen en los rotativos referente a un director de hospital muy querido que ha caído en Guinea luchando con la enfermedad, contagiado por las primeras víctimas de la epidemia de fiebre hemorrágica más conocida por ébola. Es como un macabro deja-vu de lo que pasó en Gulu (norte de Uganda) a finales del año 2000, cuando 224 personas sucumbieron a esta enfermedad, entre ellos un puñado de enfermeros y el doctor Matthew Lukwiya, uno de los responsables del hospital católico de Lacor. Esta delicada situación que están viviendo ahora todos los países afectados es una buena ocasión para rememorar a todos aquellos héroes, cuyos nombres –posiblemente por ser africanos–, no son generalmente recordados en los anales del heroísmo mundial. Hoy tengo una historia que no debería caer en el olvido.
Corrían los finales del año 2000 cuando en el hospital de Lacor en Gulu comenzaron a enfermar simultáneamente varios trabajadores sanitarios, la mayoría de los cuales falleció. El Dr. Lukwiya, superintendente del hospital, estaba en esos momentos en la capital, Kampala, y fue llamado con urgencia. Enseguida envió a Suráfrica muestras de la sangre de los afectados pero antes de que recibiera los resultados, el doctor ya había aventurado de qué se trataba. 17 personas habían fallecido ya y, junto con la hermana enfermera Maria Disanto, leyeron en una noche el manual que tenían para estas circunstancias y a partir del día siguiente comenzaron a poner en práctica las medidas de aislamiento y cuarentena.Cuando los agentes de la OMS llegaron al lugar, no daban crédito a sus ojos ya que encontraron un sistema con barreras de aislamiento y una estructura sanitaria que, si hubiera tardado varios días más, hubiera tenido consecuencias nefastas para la población.
Aquí habría que hacer un inciso y señalar que el Ébola en sus distintas cepas tiene una peligrosidad inusitada. Todos los líquidos corporales son un foco de infección, incluso los cadáveres pueden infectar a la población si no son tratados de la manera adecuada. En el marco de una semana, una fiebre galopante comienza a bloquear los órganos internos y para el día 10 de infección, el paciente muere de shock después de desangrarse por todos los orificios corporales. A pesar de que hay ya una vacuna en investigación, al día de hoy no hay cura para esta enfermedad. La única medida es aislar a los casos sospechosos y esperar que puedan salir adelante con tratamientos paliativos.
El Dr. Lukwiya, junto con otro doctor y 15 enfermeros/as (todos voluntarios) comenzaron a cuidar a 70 personas afectadas por el virus aisladas en compartimentos especiales. Los enfermos, a pesar del miedo que suponía entrar en unos habitáculos llenos de plásticos y siendo tratados sólo con personal con máscaras y guantes, hablan de la tranquilidad que él les transmitía, asegurándoles que cuidarían de ellos y harían lo que hiciera falta para su recuperación. Cuando la epidemia comenzaba a remitir, un incidente marcó el destino de ese equipo que con tanta dedicación había estado luchando para salvar el mayor número de enfermos posible.
Un enfermero contagiado por la enfermedad y en los últimos estadios del proceso, agonizaba ya con hemorragias en la nariz y los ojos, cuando tuvo un acceso de locura y comenzó a destrozar todo lo que encontraba, material médico, tubos y camas... intentando salir del la zona de aislamiento. El personal llamó al Dr. Lukwiya quien entró en la estancia con protegido con su máscara, gorro de cirugía, guantes y su bata intentando calmarlo.Por desgracia, en la prisa que requería el caso, no se percató de que no llevaba gafas protectoras. Cuando el paciente finalmente murió moría una hora después, el Dr. Lukwiya y dos otros sanitarios estaban ya infectados con el virus. Matthew comenzó a sentirse mal una semana después cuando ya las estadísticas indicaban que se estaba venciendo al virus (50% de recuperaciones frente al 10% inicial). Por desgracia, el doctor ya no formaría parte de este porcentaje.
Su mujer estaba en Kampala y, contraviniendo las órdenes de su marido, fue hasta Gulu a visitarlo. Le dieron un traje protector que parecía sacado de una nave espacial. Cuando ella pudo verlo y a través de la escafandra Mathew vio que lloraba, le conminó a que se controlara, diciendo “si lloras, luego te restregarás la cara y esto hará que sea más fácil que te infectes con el virus”. Lukwiya supo que se iba y aceptó su destino con una impresionante serenidad, falleciendo el 6 de Diciembre del 2000. Fue enterrado debajo de un mango, dentro del recinto del hospital en el que trabajó durante tantos años y los pocos asistentes a los que se les permitió estar en el entierro, vistieron máscaras, guantes de látex y atuendo protector siguiendo el protocolo que el mismo Lukwiya había establecido.
El heroísmo de este personaje no solo se debe a la manera cómo llevó hasta las últimas consecuencias su sentido del deber, sino también porque su historia personal estuvo marcada por su determinación de dedicarse a los más abandonados de su región natal. Lukwiya obtuvo notas máximas, becas y premios de estudio en la escuela de medicina tropical de Liverpool. Podría haber tenido acceso a cualquier carrera brillante fuera de su país, lo mismo que el 70% de los médicos ugandeses que emigran a Suráfrica, Europa y Oriente Medio, pero él rehusó incluso un atractivo puesto académico en Liverpool y decidió establecerse en un simple hospital del norte de Uganda, un hospital del cual llegó a ser superintendente y bajo cuya administración se triplicó el número de pacientes atendidos. La medicina nunca fue para él un medio para enriquecerse. Murió como había vivido, sabiendo que tenía que estar en la línea de fuego y desdeñando su seguridad personal para asistir a quien más lo necesitaba. Si hubiera un cuadro de honor de las vidas ejemplares africanas, el Dr. Mathew Lukwiya y parte de su equipo sanitario ocuparían sin duda la primera fila.
Fuente: Blog 3500-millones
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